

Columnas
El todo o nada de Robb Flynn
Publicado
Hace 6 añosen
El día que Machine Head despidió a Adam Duce, su eterno bajista, Robb Flynn lloró casi dos días seguidos. Su compañero de mil batallas, con quién pasó hambre en los aciagos años post Vio-Lence y por el cual estuvo a punto de recibir balazos en la árida Bay Area, dejaba la banda para siempre. Tiempo después, Duce demandaría a Machine Head y la misma persona que sufrió su partida, le dedicó una diatriba terrible a través de “Game Over”, décima canción de su último disco “Bloodstone & Diamonds” (2014): “Mientras vivas, yo maldeciré tu nombre sin valor” o “mearé sobre tu tumba”, fueron algunas de las frases. Así es Robb Flynn, para él no hay términos medios y en cada acción de su vida, se juega el todo por el todo.
El mismo nacimiento de su banda obedece a ese patrón. Era octubre de 1991 y Metallica se presentaba junto a Queensrÿche, Soundgarden y Faith No More en California. La potencia de James Hetfield y compañía hizo click en Flynn para comenzar con un proyecto de metal paralelo al de su banda de entonces, los icónicos Vio-Lence, quienes comenzaban a coquetear en sus aspectos creativos con los sonidos más grunge, muy de moda en esa época: “El thrash estaba muerto y la nueva dirección de la banda hard rock/grunge era demasiado para mí”. Cuatro meses después, y luego de asistir a un show de Unjust en donde teloneó una nueva banda llamada Deftones, decidió que “el proyecto” sería su banda principal y abandonó así Vio-Lence, grupo que ya tenía ganado cierto renombre. Reclutó a su entonces amigo Adam Duce en el bajo, con quién pasaba hambre y penurias que trataban de sortear entre peleas de bar y mucho speedball (una mezcla de heroína con cocaína), a Tony Constanza en la batería (reemplazado después por Chris Kontos) y a Logan Mader como segundo guitarrista, y se embarcó a lo incierto.
“Burn My Eyes” vio la luz en agosto de 1994 y traía un sticker con una extraña leyenda: “el disco que Pantera jamás creará”. Arriesgada movida comercial visada por Robb Flynn para que el público enganchara con estos desconocidos, y lo hizo: efectivamente, el sonido era parecido a Pantera, pero algo más oscuro, más denso y también más urbano. Algunos lo describieron como un híbrido entre Slayer, Pantera y Biohazard. Otros simplemente lo catalogaron como lo que realmente era: un metal novedoso y absolutamente grandioso. El riff directo al abismo de “Davidian”, la agresión pura en “Block”, la tenebrosidad de “I’m Your God Now”, por nombrar algunos ejemplos, eran creaciones que llevaban elementos no escuchados previamente y las temáticas abordadas por las letras de Robb reflejaban los problemas urbanos modernos, como la violencia policial a la sociedad, la matanza de Waco (Texas), la adicción a las drogas, la fracción racial, o las premoniciones apocalípticas.
La historia del “todo o nada” se repetiría en 1996. Machine Head tenía la presión de Roadrunner Records para grabar su segundo disco, que capitalizara el éxito rotundo del avasallador y, a estas alturas, imprescindible “Burn My Eyes” (1994). En vez de repetir la fórmula de éste último, Flynn decide explorar su lado más visceral, tanto musical como en su mirada introspectiva de su existencia y de los sucesos que ocurrían a su alrededor, arriesgando el auspicio favorable de los medios más masivos. “The More Things Change…” (1997) funcionó como un catalizador: “Violate”, por ejemplo, revela eventuales abusos sexuales de los cuales fue víctima, pesadumbre que se refleja claramente en el riff depresivo que contiene y luego en la explosión sonora que se ocasiona al final. “Bay Of Pigs” habla de la violencia policial de San Francisco: “Me detuvieron cuatro veces mientras grababa ‘The More Things Change’. Esta es mi forma de devolvérselas a esos cerdos que golpean a la gente sin razones. Incluso varias veces me han herido”. “Stuck A Nerve” es una canción en contra de los grupos conservadores anti aborto, la cual apoya abiertamente la idea de interrupción del embarazo si así lo desea la mujer: “este mundo ya está acabado, no hay necesidad de traer a nadie más”, señaló Flynn en su oportunidad.
El proceso de composición y grabación fue una pesadilla: Andy Sneap tuvo que mezclar tres veces. Flynn estaba subsumido en una bulimia depresiva, Logan Mader abusaba de las drogas, y Duce mostraba los primeros síntomas de apatía. Como es posible prever, toda esa cólera volcada en las letras y en la velocidad y agresividad de las cuerdas, no pasaron sin dejar consecuencias y, luego de serias desavenencias, Mader abandona al grupo para siempre. Una vez más la tradición se repetía: Machine Head se quedaba sin uno de sus miembros principales (Robb Flynn le dedicaría una enérgica injuria en “Devil With The King’s Cards” en el siguiente álbum).
Cuando “The Burning Red” (1999) fue lanzado, MTV bombardeaba su pantalla con Korn, Limp Bizkit, Crazy Town y un sinfín de bandas nü metal, muchas de ellas a día de hoy desaparecidas, pero que en ese entonces, eran grito y plata. Mucha plata, en realidad. A su vez, Robb Flynn seguía lidiando con sus fantasmas. A las adicciones y problemas interpersonales, se sumó un nuevo componente: la frustración. Y es que grupos que antes habían sido teloneros de Machine Head, a finales del milenio pasado, estaban dentro del top 10: Deftones, System Of A Down, Coal Chamber, Disturbed, por nombrar a algunos, habían girado con el cuarteto de Oakland como invitados y ahora los miraban desde la cúspide. En una salida desesperada para lograr el reconocimiento que les era esquivo desde su debut, el grupo decidió utilizar la misma fórmula que a aquellos les granjeaba reconocimiento: el fraseo rápido del hip hop, los coros pegajosos y las guitarras bajas, aliñadas con los pantalones anchos, el pelo teñido y uñas pintadas. Muchos fans –hasta el día de hoy- no perdonan ese cambio. Razones tienen: fue grotesco y obvio; pretencioso y absolutamente artificial. Machine Head se transformó así en el símbolo de la decadencia del metal. O mejor dicho, cómo la búsqueda de fama y reconocimiento hace que los hombres vendan su esencia.
A pesar de que el disco se vendió bien, de todas formas las críticas pesaron más. Esto influyó otra vez en la densidad entre los integrantes de la banda, lo que llevó a Dave McClain a renunciar por un período de cinco días por líos de dinero. Presumiblemente, un drogado Flynn le habría espetado que “él (McClain) no era ni el 1% de la banda”. La presión hace tiempo había mermado al grupo, y sobre todo a un siempre inestable y volátil líder.
“Supercharger” fue el nombre inscrito en la lápida. La fosa que había sido cavada con “The Burning Red” se llenó con el malogro de un líder que insistió por el camino de la moda. No obstante, con la edición de su cuarto álbum, Flynn y Machine Head no supieron ver que de a poco había signos de fatiga en el aggro metal, que terminaría con todos sus apóstoles negándolo más de tres veces. La apuesta de la banda estaba fuera de juego. Flynn incluso flirteaba con la idea del suicidio.
La depresión se instaló en Machine Head. Adam Duce jamás volvería a compenetrase como antaño, Dave McClain nuevamente hizo amagos de irse y, finalmente, el mismo Flynn consideraba la idea de poner término a una historia que, hasta ese entonces, había sido corta pero muy intensa. Incluso el hambre retornó para hacer más miserable su situación. Robb consiguió un trabajo de técnico en guitarras, mientras la banda se repartía las espurias ganancias que dejaban sus tocatas ante no más de 100 personas en Estados Unidos. Europa, por su parte, siempre fue generosa con los de Oakland, pero ni aún tal dogma profesado por el viejo continente era suficiente para mantener funcionando una máquina absolutamente descompuesta.
En ese estado de ánimo, Flynn decide de todas formas grabar un quinto álbum y jugarse la vida en él. En “Through The Ashes Of Empires” (2003) se palpa toda la rabia, infortunio y congoja de su fuero interno y de su propia existencia, desde el odio a sus padres biológicos que lo abandonaron al nacer (“Left Unfinished”), hasta el resentimiento hacia el mundo de la música que había cerrado todas las puertas a Machine Head (“Imperium”). Como parte inconsciente de una ironía y un mero peón del juego de la vida, lo mismo que había sido su perdición, se convertiría con este disco en su amparo: “la música es mi salvadora” (“Darkness Within”).
Lo que vino después es historia conocida: “The Blackening” (2007) –álbum esencial del metal de los últimos 15 años- catapultó a Machine Head como uno de los actos de metal más sólidos en la actualidad, y Robb ha alcanzado un reconocimiento respetable. No obstante, sus dudas y tribulaciones siempre asoman, algo así como la lucha con el demonio que pregonó el escritor austriaco Stefan Zweig en sus biografías. Su “Diario De Un Frontman… Y Otras Divagaciones” es una demostración palpable de que su mirada al mundo y a las relaciones humanas y sus miserias sigue siendo crítica.
Y así, los momentos grises o derechamente negros, las idas y vueltas y todo el vértigo que ha pasado Flynn fue, es y será el oxigeno que mantiene con vida a Machine Head. La tranquilidad, la apacibilidad burguesa y el conformismo no van con él; lo suyo es el riesgo, la temeridad, los excesos y, en definitiva, vivir la vida como dictaminan los sentimientos, no la razón.
Por Pablo Cañón
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Abarcar un territorio desde las manifestaciones artísticas es un desafío gigante. De las dificultades de ese proceso no se ha librado “Rompan Todoː La Historia del Rock en América Latina”, un ambicioso proyecto impulsado por Nicolás Entel, Picky Talarico, Iván Entel y el músico y productor Gustavo Santaolalla, que en seis episodios (totalizando casi cinco horas de contenido) va entregando cronológicamente énfasis sobre momentos claves para el rock en este continente.
La crítica ha sido dispar, con algunos alabando el esfuerzo o agradeciendo las emociones que gatilla esta sucesión de escenas, y otros apuntando a lo que falta y, más aún, a quiénes faltan y de dónde son. Una persecución que pone la lupa en personajes y países ausentes, en una dinámica que, en el juego de inclusión y exclusión que implica necesariamente el acto de editar un producto audiovisual, resulta invariablemente fútil. Una obra de este carácter debe ser mirada con la perspectiva que se intenta entregar, que es mostrar la evolución histórica del rock en Latinoamérica, y ahí hay un concepto clave: evolución. Pero en “Rompan Todo” hay una disparidad importante respecto al avance mostrado, ya sea en los conceptos o en el espíritu que los más de cien entrevistados entregan en sus declaraciones.
La miniserie documental es como una mesa coja que jamás logra un equilibrio en lo que ella misma quiere mostrar, situación generada por los dos hemisferios que pujan por ser el centro de la atención. Por un lado, está el mercado más grande en términos numéricos, el mexicano, donde el éxito es cuantioso cuando existe, y por otro está el argentino, que no es tan vasto en ventas o población, pero que con el correr de los capítulos tiene otro tipo de éxito, uno más importante. En México los sucesos siempre van en una lógica que se va repitiendo: se habla de políticos corruptos, de cómo los músicos tratan de preservar una identidad mexicana, y cómo alguien encontró algo nuevo para ser éxito con las masas. Desde esa triada, este polo no evoluciona. Las consignas se repiten, cansinamente, y la complacencia con este mercado tan enorme es tal, que este es el único territorio donde la mayoría de los entrevistados tiene impacto local y no continental. Café Tacvba, Molotov o Maná escapan a ello, pero el resto del tiempo –que no es poco– la cantidad de referentes parece tan ajeno al hemisferio sur, que distrae.
En este lado del continente la reflexión es mayor, y también lo son las terribles circunstancias de dictaduras y asesinato de artistas. Es cierto que Argentina ocupa la mayor parte del tiempo, pero su gravitación en el escenario internacional es justificada en el relato, incluso con la presentación de figuras claves que emigraron desde el país trasandino para innovar en el resto de Latinoamérica. Ahí existe un énfasis de evolución entre la colaboración y la intención de influir en el crecimiento musical de bandas de muchos países. Además, la carga de figuras que cruzan las décadas, como Charly García o Gustavo Cerati, es importante y se va ahondando en el camino. No es una consigna al aire con alguien diciendo que es talentoso: eso se ve y se siente en el relato audiovisual.
En medio, casi como transiciones, están los casos de otros países, con figuras como Los Prisioneros, La Vela Puerca, Los Saicos o Aterciopelados, pero son minutos frente a las horas dedicadas a México y Argentina, donde la disposición ágil de escenas permite entender el frenesí del choque entre las ganas de hacer música y decir algo, y las dificultades que ponen las situaciones particulares en cada uno de los países. Por ello es tan impactante la gravitación por lugares comunes que sobresalen desde el lado mexicano del montaje, en contraposición a la épica más profunda que emana desde Buenos Aires. Es cosa de ver la comparación más fallida: Maná y Soda Stereo. A Maná incluso se le transforma en chiste, pero se justifica con el éxito; en cambio en Soda Stereo es la calidad lo que se pone como factor fundamental. El cuidado entre unos y otros es diferente, incluso cuando el objetivo de plantear figuras masivas de cada país parece ser el mismo.
Un problema grave es la inequidad de género, que apenas es tocada por Andrea Echeverri en frases sentidas donde habla de las dificultades de ser la única mujer por mucho tiempo en el rock colombiano, mientras Héctor Buitrago se ríe, como bajándole el perfil. Las mujeres en el relato pueden ser contadas con los dedos de las manos, y su lugar es terciario. Sólo un montaje cerca del final, donde se muestran muchas más figuras, da a entender que podría existir una nueva temporada o serie sobre ellas. Eso sería muy bueno, pero al menos en estos seis episodios esa es la verdadera deuda pendiente, más que países o nombres en particular.
Un detalle final viene de los dos entes más reflexivos de la serie completa. David Byrne es (casi) el único hablante anglosajón del documental y, sin embargo, sus declaraciones son más elocuentes y las que mejor resumen el panorama general del continente completo. Son los únicos espacios de unión real, junto con Soda Stereo y Gustavo Santaolalla, productor ejecutivo y piedra angular de múltiples escenas y discos fundamentales (y el más mencionado en la serie), desde Molotov hasta León Gieco, pasando por Jorge González, Julieta Venegas o La Vela Puerca. La presencia de Santaolalla es clave, pero el montaje descuida el equilibrio, generando un ruido innecesario que enloda al otro personaje que es capaz de trazar las líneas transversales de una historia que, fuera de esos dichos, se queda en polos separados, con evoluciones dispares. No hay que desconocer el trabajo arduo tras una miniserie como “Rompan Todo”, pero también vale la pena tener perspectiva respecto a cómo se aprovechan estos, los exiguos espacios que tiene la música en la plataforma que sea.
Título Original: Rompan Todoː La Historia del Rock en América Latina
Director: Picky Talarico
Duración: 295 minutos
Año: 2020
Plataforma: Netflix
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Ignacio Peláez
22-May-2015 en 12:45 pm
Los más grandes, a pesar de todo.
Pato Donoso
22-May-2015 en 5:38 pm
Excelente cronologia
harley_queen
22-May-2015 en 6:38 pm
La wea bkn!
Cesar Catalan
25-May-2015 en 12:40 am
Se va caer a pesazos el Cariola !!!!! MH LO VA. DEMOLER
nomadessert
25-May-2015 en 11:02 am
Va a valer la pena pegarme el pique de Copiapó a verlos por primera vez, va a estar increible. Muy buena la cronología , tremenda historia de la banda.