El chico genio que con su pinta de rockstar inundó con una banda de rock standard las radio chilenas. Canciones que sonaban a otra banda más, que lucían a mucha banda gringa, pero que traían dentro de sí la pócima que el chico con cara de niño bien se traía entre manos. Era fácil pensar que al joven Alex lo ubicaron por un anuncio y que él sólo cantaba, porque su música era muy cuadrada, en el sentido de lo correcto; sonaba muy ordenada. Y la gente al comienzo los odió, y no le quiso dar otra oportunidad, pero terminaron todos bailando y cantando “Eres Mi Persona Favorita”.
Así avanzó Alex. Grabando uno de los discos con mejor sonido de la segunda mitad de la década pasada. Porque en Chile, acostumbrados a ese sonidos lo fi, a que todo luzca como una maqueta, nos sorprendió que “Bailar y Llorar” (2008) tuviera ese frescor, esa mezcla exacta, ese look tan extranjero. Y Teleradio Donoso era una banda de moda, y muchos caímos rendidos a su sonido, y esperábamos otro disco, pero Alex no lo tenía en sus planes.
Y llegó Odisea, y llegó la canción del momento, con dos actores viejos bailando, el propio Alex bailando, todos imitando sus pasos, que a su vez, emanaba a un tal Jackson que murió hace un rato. Ahora Alex es el ejemplo de convertirse en un ser casi mesiánico de los beats chilenos. El pop en estado más eléctrico, más ambiguo, más ondero.
Daniel
El chico folk retraído del mundo, que comenzó tocando batería como un loco en Taller Dejao, donde el jovencito con cara de inocente trataba a veces de copiar el fraseo de Víctor Jara, la respiración de la música chilota, y los timbres más diversos donde las palmas siempre tenían una importancia incalculable. Ese chico que, cuando comenzó a hacerse notar con su compañero de banda, saltó hacia la nada con un EP bajo el brazo, y absolutamente todos comenzaron a dar vuelta la vista hacia él. ¿Qué tiene de especial este nerd? ¿Qué tienen de especiales sus ritmos tan folclóricos? ¿Y quién cree ser que se atrevió a mezclarlos con sintetizadores?
La evolución de su sonido fue una exponencial hasta llegar al electro pop andino. Hasta llegar a las bailarinas de diabladas más hipsters de la historia. Hasta llegar a tener una banda milimétricamente pensada para dar que hablar. Dos chicas bonitas en el frente, y el mejor amigo del pop chileno, Pedro Piedra, atrás. Y aunque el real artífice del Pop Chileno sea Christian Heyne –cosa que muchos olvidan, o desconocen-, nada se podría haber hecho sin la materia prima. Aunque Javiera Mena sea la reina, sería mucho menos de ella sin el labrado estilo musical que ha impuesto Anwandter y Riveros.
Alex y Daniel
Junto a otros más, son los actuales responsables que afuera de nuestros límites se hable de Pop Chileno. Y no precisamente por el made in –por más obvio que sea-, sino por su sonido, por sus similitudes, por su actitud. Y quizás sean las cercanías de este camino convenientemente trazado por Heyne, que hoy Alex y Daniel tropezaron juntos dentro de un disco. Uno que parte como un B Side perdido de “GP”, donde esperamos ansiosos esos golpes de batería furiosos, pero no, en “Mundo Real” de pronto aparece Anwandter y sus coros remanentes de Rebeldes, y es ahí cuando uno se da cuenta que este es el sonido del pop. Es la intersección de lo que quizás definirá estos años. Las voz pastosa de Gepe y los colores casi setenteros de Alex. La declamación romántica versus las letras de suburbios poblacionales.
Y quizás algún día nos tomemos en serio todo esto. Y así como muchos arrugan la nariz para escuchar el pop, algún día hablarán de un tal Alex y un tal Daniel que se encontraron, y que después de varios años de viaje por este sonido de manufactura chilena, se sentaron a crear su disco recopilatorio. El sonido definitivo del Pop Chileno.
Para el lanzamiento del disco, este 30 de abril en el Centro de Eventos Cerro Bellavista (Ex Oz), ya está agotada la Preventa, sólo queda Entrada General a un valor de $9.000 y se puede adquirir sin recargo en tiendas SoldOut (Portal Lyon, local 79).
Abarcar un territorio desde las manifestaciones artísticas es un desafío gigante. De las dificultades de ese proceso no se ha librado “Rompan Todoː La Historia del Rock en América Latina”, un ambicioso proyecto impulsado por Nicolás Entel, Picky Talarico, Iván Entel y el músico y productor Gustavo Santaolalla, que en seis episodios (totalizando casi cinco horas de contenido) va entregando cronológicamente énfasis sobre momentos claves para el rock en este continente.
La crítica ha sido dispar, con algunos alabando el esfuerzo o agradeciendo las emociones que gatilla esta sucesión de escenas, y otros apuntando a lo que falta y, más aún, a quiénes faltan y de dónde son. Una persecución que pone la lupa en personajes y países ausentes, en una dinámica que, en el juego de inclusión y exclusión que implica necesariamente el acto de editar un producto audiovisual, resulta invariablemente fútil. Una obra de este carácter debe ser mirada con la perspectiva que se intenta entregar, que es mostrar la evolución histórica del rock en Latinoamérica, y ahí hay un concepto clave: evolución. Pero en “Rompan Todo” hay una disparidad importante respecto al avance mostrado, ya sea en los conceptos o en el espíritu que los más de cien entrevistados entregan en sus declaraciones.
La miniserie documental es como una mesa coja que jamás logra un equilibrio en lo que ella misma quiere mostrar, situación generada por los dos hemisferios que pujan por ser el centro de la atención. Por un lado, está el mercado más grande en términos numéricos, el mexicano, donde el éxito es cuantioso cuando existe, y por otro está el argentino, que no es tan vasto en ventas o población, pero que con el correr de los capítulos tiene otro tipo de éxito, uno más importante. En México los sucesos siempre van en una lógica que se va repitiendo: se habla de políticos corruptos, de cómo los músicos tratan de preservar una identidad mexicana, y cómo alguien encontró algo nuevo para ser éxito con las masas. Desde esa triada, este polo no evoluciona. Las consignas se repiten, cansinamente, y la complacencia con este mercado tan enorme es tal, que este es el único territorio donde la mayoría de los entrevistados tiene impacto local y no continental. Café Tacvba, Molotov o Maná escapan a ello, pero el resto del tiempo –que no es poco– la cantidad de referentes parece tan ajeno al hemisferio sur, que distrae.
En este lado del continente la reflexión es mayor, y también lo son las terribles circunstancias de dictaduras y asesinato de artistas. Es cierto que Argentina ocupa la mayor parte del tiempo, pero su gravitación en el escenario internacional es justificada en el relato, incluso con la presentación de figuras claves que emigraron desde el país trasandino para innovar en el resto de Latinoamérica. Ahí existe un énfasis de evolución entre la colaboración y la intención de influir en el crecimiento musical de bandas de muchos países. Además, la carga de figuras que cruzan las décadas, como Charly García o Gustavo Cerati, es importante y se va ahondando en el camino. No es una consigna al aire con alguien diciendo que es talentoso: eso se ve y se siente en el relato audiovisual.
En medio, casi como transiciones, están los casos de otros países, con figuras como Los Prisioneros, La Vela Puerca, Los Saicos o Aterciopelados, pero son minutos frente a las horas dedicadas a México y Argentina, donde la disposición ágil de escenas permite entender el frenesí del choque entre las ganas de hacer música y decir algo, y las dificultades que ponen las situaciones particulares en cada uno de los países. Por ello es tan impactante la gravitación por lugares comunes que sobresalen desde el lado mexicano del montaje, en contraposición a la épica más profunda que emana desde Buenos Aires. Es cosa de ver la comparación más fallida: Maná y Soda Stereo. A Maná incluso se le transforma en chiste, pero se justifica con el éxito; en cambio en Soda Stereo es la calidad lo que se pone como factor fundamental. El cuidado entre unos y otros es diferente, incluso cuando el objetivo de plantear figuras masivas de cada país parece ser el mismo.
Un problema grave es la inequidad de género, que apenas es tocada por Andrea Echeverri en frases sentidas donde habla de las dificultades de ser la única mujer por mucho tiempo en el rock colombiano, mientras Héctor Buitrago se ríe, como bajándole el perfil. Las mujeres en el relato pueden ser contadas con los dedos de las manos, y su lugar es terciario. Sólo un montaje cerca del final, donde se muestran muchas más figuras, da a entender que podría existir una nueva temporada o serie sobre ellas. Eso sería muy bueno, pero al menos en estos seis episodios esa es la verdadera deuda pendiente, más que países o nombres en particular.
Un detalle final viene de los dos entes más reflexivos de la serie completa. David Byrne es (casi) el único hablante anglosajón del documental y, sin embargo, sus declaraciones son más elocuentes y las que mejor resumen el panorama general del continente completo. Son los únicos espacios de unión real, junto con Soda Stereo y Gustavo Santaolalla, productor ejecutivo y piedra angular de múltiples escenas y discos fundamentales (y el más mencionado en la serie), desde Molotov hasta León Gieco, pasando por Jorge González, Julieta Venegas o La Vela Puerca. La presencia de Santaolalla es clave, pero el montaje descuida el equilibrio, generando un ruido innecesario que enloda al otro personaje que es capaz de trazar las líneas transversales de una historia que, fuera de esos dichos, se queda en polos separados, con evoluciones dispares. No hay que desconocer el trabajo arduo tras una miniserie como “Rompan Todo”, pero también vale la pena tener perspectiva respecto a cómo se aprovechan estos, los exiguos espacios que tiene la música en la plataforma que sea.
Título Original: Rompan Todoː La Historia del Rock en América Latina
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