Durante los últimos casi quince años, la espera de un nuevo álbum de Weezer se ha transformado sistemáticamente en un ejercicio de incerteza. En el ánimo de explorar nuevos sonidos, la banda formada en Los Ángeles ha atravesado más de una vez la línea que separa la innovación con la pérdida de identidad sonora, siendo el mejor ejemplo de esto lo sucedido con “Raditude” (2009). Quizás, y en vista de lo anterior, la banda decidió esta vez dejar de lado la eterna asesoría de Ric Ocasek para poner en las perillas a Jake Sinclair (Fall Out Boy; Panic! At The Disco), reconocido admirador de la época noventera de los autores de “Buddy Holly” y además vocalista de la banda tributo Wannabeezer. Como para no perder el rumbo.
De esta forma, y a sólo dos años de “Everything Will Be Allright In The End” (2014), llega el décimo esfuerzo creativo de la banda y cuarto álbum homónimo (blanco en esta oportunidad). Desde los primeros segundos de “California Kids”, Cuomo y sus muchachos dejan claro el espíritu del álbum, abriendo con un xilófono y sonidos de playa, para luego dar paso a su tan conocido y familiar power pop de antaño, melódico, amigable y fácil de seguir. En la misma línea veraniega y luminosa, “Wind In Our Sail” rescata el aporte del teclado –algo dejado de lado en su último trabajo– para ambientar acertadamente este himno al optimismo, que en un estribillo tan académico como nerd declara “Tenemos el viento sobre nuestra vela, como Darwin en el Beagle o Mendel experimentando con arvejas”.
Sin embargo, y a pesar de que el ánimo de la banda claramente respira aires de verano y sol, el conjunto no cae en el error de repetir sistemáticamente la fórmula, dando espacio para la entrada de “Thank God For Girls”, que tras iniciar nuevamente con la proporción precisa de teclados (cortesía de Alex Goose), luego introduce riffs más pesados y oscuros, en un tema que juega a los estereotipos y cierra con un “Cuomo-Adán” sometido y agradecido ante la imagen de su creador; excelente single promocional. “(Girl We Got A) Good Thing”, tema coreable por naturaleza, extrema el recurso melódico y hace inevitable la comparación con The Beach Boys. Finalmente, para cerrar la primera mitad del álbum, “Do You Wanna Get High?” –inspirado por la misma musa que dio vida a “O Girlfriend” del “Green Album (2001)– en base a guitarras más crujientes y distorsionadas lideradas por Brian Bell, traslada por segunda vez el ánimo del disco hacia parajes más oscuros, trayendo a la memoria el estilo explorado por la banda hace veinte años en “Pinkerton” (1996).
Iniciando la segunda mitad del álbum, “King Of The World” (que incluso agrega fuegos artificiales) se instala como una acertada e íntima declaración de Cuomo a su pareja, en clara sintonía con el primer álbum de la banda, con quien comparte identidad sonora. “Summer Elaine And Drunk Dori” mantiene las cosas en terreno familiar y “L.A Girlz” cumple como perfecto single, que desde la segunda mitad en adelante, producto de las percusiones de Patrick Wilson y la forma en que crece, recuerda nuevamente la clave sonora del “Blue Album” (1994). Casi hacia el cierre, con un Cuomo en falsete al borde del desafino, “Jacked Up” vuelve a rescatar los teclados y trae a la memoria sonidos más hermanados con la última década de la banda. Finalmente, la balada en base a guitarra acústica, “Endless Bummer,” nos devuelve a la playa que da inicio al disco y cierra el verano de este álbum blanco tomándose el tiempo para recordarnos al geek poco afortunado que todos llevamos dentro, con numerosas imágenes de desencanto coronadas con la magistral frase “No todos los 19 años son geniales”, en otro acierto de Cuomo.
Weezer recoge su pasado, lo reinventa y al mismo tiempo lo llena de esos elementos que hacen única y entrañable la mitología a la que nos tiene acostumbrados Rivers Cuomo y compañía, logrando de esta forma despacharse un disco de identidad compacta, que respeta el sonido de la banda, sin ser un homenaje a sí misma, alternando imágenes y estados de ánimo de forma natural y fluida. No ha sido fácil el camino para Weezer, han pasado del reconocimiento absoluto a los cuestionamientos descarnados en sus más de veinte años de carrera, sin embargo, la banda ha sabido abstraerse de esto y ha continuado su carrera con personalidad y tranquilidad, probando finalmente que tenían razón, ya que si para llegar a este álbum había que recorrer el camino que hicieron, entonces valió la pena. Hoy no parece tiempo de esperar “el próximo álbum de Weezer”, hoy es tiempo de tomar el “White Album” y disfrutarlo sin más.
Tres años pasaron desde que Natalie Mering estrenara el cuarto trabajo de estudio de su proyecto Weyes Blood, llevándose el reconocimiento general y un sinfín de aplausos con una obra tan completa como “Titanic Rising” (2019). Aunque la artista se acostumbraba a las buenas críticas, las expectativas serían aún mayor al momento de enfrentarse a un próximo larga duración, misión que tiene pendiente con la llegada de “And In The Darkness, Hearts Aglow”, un trabajo donde la premisa de oscuridad absorbe gran parte de la trama, pero que la interpretación desde el corazón la transforma en una obra con una belleza e intensidad por partes iguales, haciéndole justicia a su título, más allá de las palabras. Todo esto se debe a la manera en que el disco se desarrolla, así como las capas que resisten el análisis o de cualquier prejuicio a la profundidad y efectividad de dichas composiciones.
Desde las distintas aristas que podamos darle a este disco, el principal factor que resalta es la capacidad de Natalie Mering a la hora no sólo de componer canciones, sino que también de la impronta que aplica en la producción, con una serie de colaboradores cooperando en aquella misión. Y es que desde la apertura con “It’s Not Just Me, It’s Everybody” demuestra cómo las cosas siguen su curso desde donde quedaron la última vez y, así, poder identificar de entrada los elementos que hacen de esta obra una sucesora de “Titanic Rising”, ya que es la propia intérprete quien describe este LP como el segundo en una trilogía que comenzó con su lanzamiento anterior. Si bien, prácticamente todas las canciones tienen la intervención de un arreglista externo, todo esto debido al trabajo que los músicos Ben Babbitt y Drew Erickson aplican en gran parte de los tracks, el componente personal se siente no sólo desde la interpretación, sino también desde donde Mering estructura su obra.
De esa forma de estructurar es cómo podemos ver el funcionamiento secuencial de inmensas composiciones, como “Children Of The Empire” o “Grapevine”, en las que Weyes Blood se luce en una interpretación muy rica en detalles, donde su voz logra tomar primer plano incluso con una sección instrumental tan cuidadosa y robusta como la que implementan en la guitarra y batería los hermanos Brian y Michael D’Addario, ampliamente reconocidos como el dúo The Lemon Twigs. Entre el sinfín de influencias y comparaciones que recibe la artista, los nombres de Brian Wilson y Karen Carpenter siempre estarán presentes en la manera compositiva e interpretativa, respectivamente, pero lo cierto es que Natalie ha sabido nutrirse de esos elementos para entregar un enfoque fresco y de manera más directa, evitando plagios o reminiscencias tan explicitas en su música. Un ejemplo de ello es la melancólica “God Turn Me Into A Flower”, donde la hipnótica presencia vocal de Mering se toma cada espacio con una delicadeza e intensidad que ha transformado en sello propio.
“Hearts Aglow”, por otra parte, encierra un poco los tópicos y componentes sonoros de esta quinta obra de estudio de Weyes Blood, aplicando correctamente términos líricos y musicales de la melancolía y contemplación personal, pero a la vez dejando entrever esas fisuras que permiten entrar a un plano más luminoso y optimista. Los arreglos siguen tan impecables como en cualquiera de las canciones de este disco, pero su desarrollo inminente hacia el interludio “And In The Darkness” le dan una cara única, con el carácter más ligado al pop barroco, poniendo énfasis en la experimentación, sobre todo considerando la presencia de una canción como “Twin Flame” que, contraria a la mayoría, carece de arreglistas externos y se centra en las propias ideas de la intérprete. Luego del tormentoso paso de “In Holy Flux”, el disco cierra con “The Worst Is Done” y “A Given Thing”, sumando 10 minutos donde tenemos desde el lado más juguetón hasta el más apasionado, aristas opuestas en el amplio rango interpretativo de Mering.
Siempre es complejo analizar una obra cuando se pueden tomar tantas referencias a la hora de desmantelar su estructura, pero lo cierto es que es en ese ejercicio donde verdaderamente podemos notar cuánto hay de inspiración y de reinterpretación, o si, en el peor de los casos, existe algún atisbo de plagio. Los artistas más nuevos enfrentan el gran problema de un panorama musical a veces desgastado, donde todo fue inventado y nadie puede ser el primero a la hora de querer aplicar sus ideas o entregar una versión más fresca de algo que ya esté arraigado en el oído colectivo. Lo de Weyes Blood no es por ninguna parte algo novedoso o diferente a muchos discos que podamos oír previamente, pero su principal gracia se encuentra en cómo esos elementos se presentan e interpretan, y ahí es donde la artista se desmarca de sus pares y logra salir adelante como una compositora que tiene mucho que ofrecer con su arte. Cinco discos y sólo aciertos es algo que pocos pueden contar, sobre todo a una edad tan temprana, donde el legado musical no puede hacer otra cosa que reforzarse de aquí en adelante.