La familia como fuente de material inspiracional nunca se agotará. Ese lazo que -puesto que es dictado por la sangre- no se puede romper si no con la muerte. Inspira porque trasciende a nuestra voluntad, y entonces nos fuerza a cosechar esos sentimientos tan difíciles para el ser humano como la paciencia, la tolerancia, la empatía. La sana convivencia. El desinterés. Y cuando el tiempo juega en contra, avisándote que muy pronto te quedarás sin oportunidad de enmendar, o perdonar, o pedir perdón, entonces ataca la ansiedad. La ficción, agarrada del conflicto, mira el universo de la familia como un niño en una tienda de dulces. El canadiense Xavier Dolan, ese que nunca deja indiferente, es un aficionado.
Louis (Gaspard Ulliel) es un joven y exitoso dramaturgo que retorna a su casa tras doce años de ausencia. Su propósito es decirle a su familia que sufre de una enfermedad terminal, sin embargo, el impacto del reencuentro le impide encontrar el momento adecuado.
El guion está basado en la obra de Jean-Luc Lagarce y lidia principalmente con el manejo de la tensión dado por miradas y comentarios cargados de subtexto, inmerso en un espacio donde el avance del reloj es una amenaza. Desde que Louis pone un pie en su casa, todo lo que acontece orbita alrededor de este elefante en la habitación que él opta por evadir. Él y parece que la cuñada, interpretada por Marion Cotillard, también. Entre Louis y la mujer, que es presentada como muy perceptiva, se establece de inmediato una suerte de conexión extrasensorial, convirtiéndose en una especie de cómplice silente. Se recalca que la información yace oculta detrás de las líneas, flotando invisible en el aire, dicha en lo que no se dice. Y vaya que se dice bastante: los diálogos -como es recurrente en el estilo de Dolan- rayan en lo excesivo y portan un alto nivel de histeria. En este caso, la abundancia se torna especialmente estresante porque son confusos, o más bien esquivos.
Detrás de la gritería y el recuerdo y la acusación, las preguntas del espectador se acumulan y no obtienen satisfacción. Se puede comprender sin que se diga porqué Louis se marchó de casa; en su pueblo su sueño de escritor no hubiera prosperado, como tampoco su deseo de vivir la vida loca. El enigma de su enfermedad, por otro lado, no impacienta ni un poco. Pero hay un vacío en por qué no se dignó a volver en doce años. Se intuye, por supuesto, que tiene que ver con el carácter insufrible de su familia, en específico la hostilidad de su hermano mayor que es derechamente patológica. Sin embargo, ya que la trama completa de la película gira en torno a este choque emocional que genera la reunión, y puesto que todas las personas tienen familiares insufribles, por lo que el caso de Louis no tendría por qué ser especial, las suposiciones vagas se quedan cortas y se vuelven molestas porque somos testigos de charlas interminables sin resolución. Y si el propósito era que este misterio involucrara, pues sólo resulta al comienzo, ya que a los veinte minutos solo agota.
Dolan está obsesionado con el recurso de la canción popera de fondo en contextos improbables. Después de numerosas producciones, este sello se convierte en una redundancia y, como tal, sulfura. Es como si estuviéramos obligados a abrazar aquel código sólo porque es marca registrada del director, no porque su utilización per se aporte cada vez. Será muy magnética y ondera, pero escuchar el sintetizador de Grimes mientras Louis le echa un vistazo a su habitación provoca lo que en inglés se dice un eye roll, o sea, dar vuelta los ojos en fastidio. Claro, se supone que la melodía lo vincula con sus gustos personales y adolescencia, pero desentona en un contexto donde ya cuesta trabajo seguir el hilo de la conversación que está teniendo con la hermana que no para de divagar. Este salto se vuelve más notorio, ya que una conocida canción de Blink-182 (que justamente habla de echar de menos) se está usando como música diegética mientras la muchacha -se asume- la tiene puesta en la radio o celular a volumen bajo.
Podemos decir cualquiera cosa de Dolan menos que es malo dirigiendo actores. Desde su película debut ha destacado su capacidad de transmitir sus maquetas de los personajes a los intérpretes, lo que por cierto vuelve aún más prescindible su propia participación –se agradece que permanezca a un margen hace ya un tiempo–. Los hermanos, interpretados por Vincent Cassel y Léa Seydoux, se comportan como perros rabiosos, y la madre, Baye, sólo deja de hacerse la tonta cuando ya se entierran los dientes. Los tres son insoportables a su manera (el hermano por su ira, la hermana por su dispersión y la madre por su pasividad estratégica) y los actores son capaces de retratar aquello. En comparación a ellos, no obstante, la quietud de Ulliel y el rostro de pollito empapado de Cotillard quedan débiles, y el hecho de que sus personajes sean mucho menos físicos no es excusa.
Para un sujeto asiduo al decoro, comparativamente este debe ser su trabajo más minimalista junto con “Tom À La Ferme” (2013), cinta que con cierta injusticia pasa colada en su filmografía. En ese aspecto es refrescante, pero sólo hasta cierto punto, porque pedirle que se despoje de sus caprichos con tal de exprimirle la total madurez a sus historias parece imposible. Testarudez de autor comprensible y legítima, aunque le juega en contra. Es todavía muy joven, en todo caso, por lo que vale permanecer atento a ver cómo evoluciona. Por ahora, sólo cabe mencionar que “Es Solo El Fin Del Mundo” está muy lejos de ser su obra cúspide.
A mediados de diciembre llegará finalmente “Avatar: The Way Of Water“, nueva obra de James Cameron y secuela de la película de 2009 y que cuenta con un casting compuesto por Sam Worthington, Zoe Saldaña, Sigourney Weaver, Stephen Lang y Kate Winslet. Hoy tenemos el trailer oficial de la cinta, cuya historia se sitúa una década después de los eventos de la primera cinta, contando la historia de la familia Sully, Jake, Neytiri, y sus hijos, abordando su dinámica familiar y los constantes problemas en las batallas que deben mantener para seguir con vida.