2011 fue un año que marcó una nueva etapa del despertar ciudadano nacional, relacionado también a un estallido social en el resto del mundo. Las nuevas generaciones, sin la cautela de sus padres y abuelos, se lanzaron a cuestionar todo aquello que por largo tiempo había sido intocable. La película que nos convoca se ambienta en pleno 2010, cuando no había muchos indicios de lo que sucedería un año después, pero las aguas ya se empezaban a mover. Su protagonista es un idealista que intenta hacer de Chile un país donde sus ciudadanos recobren la preocupación por el otro.
La película sigue a Ulises Morales (Víctor Montero), un peculiar justiciero social que recorre las calles corrigiendo desde evasores del Transantiago hasta pedófilos. Este ciudadano aparentemente intachable -“cobra” multas a quienes considera culpables- es acompañado por Abel Gajardo (Ricardo Cubillos), quien registra cada detención con una cámara, la que finalmente es su mejor arma ante esta sociedad que considera va al despeñadero. El objetivo principal de Morales es devolverles el sentido de responsabilidad social a los chilenos, propósito que se irá concretando, ya que sus prácticas pasarán a ser sostenidamente más populares y admiradas.
Cual Llanero Solitario y Toro, cual Batman y Robin, el protagonista y su inseparable asistente recorrerán el país buscando rectificar las faltas de sus compatriotas. Morales es un tipo sin vacilaciones y escasos cuestionamientos personales, que tiene claro su propósito y lo cumplirá a como dé lugar: su cruzada de reeducar a la sociedad, con los conceptos de conciencia y responsabilidad como ejes.
Si bien la cinta es de una sola línea en ese sentido, se la juega por la ambigüedad en otros aspectos. Por ejemplo, su protagonista se mueve entre el autoritarismo y la consigna social. La idea de un hombre que debe salir a salvar a una sociedad que ha perdido sus valores, pasando por alto los poderes del país, no deja de tener tintes fascistas. Pero eso lo matiza con un discurso de lucha contra la opresión y los dueños del país. Tampoco existe total claridad sobre las reales motivaciones del protagonista, pues resulta chocante el que decida multar hasta a un tipo que orina en una piscina. De esta manera, el filme consigue mantener un equilibrio y nunca precipitarse hacia la obviedad.
Este insólito punto de partida genera un efecto adictivo, capturando desde el principio y marcando una diferencia con lo visto en los años recientes en el cine chileno: la vía escogida para trazar su recorrido es la sátira social. Apuesta por plantear una historia extrema para dejarnos al desnudo y en evidencia, y lo hace de la mano de un buen timing y un humor negro muy especial, además de una atinada estética que va en sintonía con el material que registra el asistente del protagonista, ya que la propia cámara de Abel es por momentos la cámara del espectador.
Desafortunadamente, la frescura de la película se ve mermada cuando cae en la reiteración. El que muestre detención tras detención pueda resultar divertido si el recurso se aplica con criterio, pero este no es el caso; al menos no el ideal. Hay escasez de sorpresa y giros que le den combustible a la premisa, pues tiende a tocar una sola tecla en cuanto a la narración, ir a una sola velocidad, lo que hace menos ameno el resto del metraje, si se adiciona al hecho de que el protagonista está lejos de ser alguien con quien resulta fácil empatizar. Entremedio, hay una historia de amor que nunca termina por encajar, que mueve algo las aguas, pero a la que le falta consistencia y desarrollo. El vuelco que la historia antes pedía a gritos sólo se da en el último tramo, extendiéndose demasiado en mostrar caso a caso. Aunque esa vuelta de tuerca le otorga una renovada locura a la cinta, ganando interés en su epílogo.
“Morales, El Reformador” es una película de superhéroes sin trajes ni antifaces. Nada más que armado con su cámara y una verborrea imbatible, Morales intenta ser un agente de cambio. En ese sentido, se acerca más a lo que fue “Defendor” (2009) que a productos más blindados como los filmes de Spider-Man o Iron Man. Claro que sus intenciones parecen ser más rehabilitantes y aleccionadoras que castigadoras, y con culpables que sólo él consideraría culpables. Estamos ante una cinta que es un paso adelante en la comedia nacional, tan abocada a la intrascendencia y la tontera. Sin ser pulcra y regular, termina siendo lo suficientemente jugada e impetuosa como para hacer valer su visionado.
“Minari” exhibe, a través de un relato sencillo, la historia de una familia coreana que llega a fines de los años ochenta a Arkansas, Estados Unidos, buscando la oportunidad de progresar a través del cultivo de vegetales coreanos, con el fin de venderlos a la creciente comunidad de dicho país. Desde que llegan al terreno donde se ubica la nueva casa familiar, el padre se ve obligado a contagiar de su propio optimismo al resto de la familia, en especial a su esposa, quien no puede evitar mencionar detalles que en un principio parecen anunciar la ruptura de la visión idílica del nuevo hogar.
Dentro de lo que parece ser una caravana sostenida sobre pilares y ruedas, se construye con resignación el nuevo hogar. Los niños parecen aceptarlo y adaptarse, pero la madre parece extrañar la ciudad desde un principio. La abuela llega de Corea con el propósito de acompañar a sus nietos, pero principalmente a su hija, a quien le cuesta lidiar con la soledad que provoca el aislado lugar.
En este punto la historia se convierte más que el sueño de una familia, en la concreción de los planes que el padre quiere cumplir para probarse a sí mismo de que es capaz de reescribir su historia, y eso resulta bastante original en la trama, ya que da espacio para que los demás personajes puedan abordar sus propias inquietudes en paralelo a algo común como el éxito de un proyecto que tiene el potencial de mejorar las condiciones de vida que afecta a la familia. También se percibe la necesidad de la madre no sólo de sacar adelante a sus hijos, sino que también de integrarse a una comunidad o, a lo menos, recuperar partes de su vida pasada, y con una poco convencional abuela ayudando a su nieto en la lucha silenciosa por superar sus propios límites.
El eje del conflicto de “Minari” se centra en la relación del matrimonio, que comienza a dar las primeras señales de un problema más profundo a través de los diálogos que se refieren a decisiones del pasado, cuyas consecuencias parecen situarse con más fuerza en el presente. Esto es justamente lo que coloca una mayor presión en el resultado de la cosecha, convirtiéndose en un acontecimiento decisivo, ya no sólo para mejorar las condiciones económicas de la familia, sino que también para evitar el desencanto definitivo de su mujer. Si bien, la premisa es bastante sencilla, la clave parece ser la naturalidad con la que transcurre la historia, y en este sentido no es necesario saturar al espectador de explicaciones o diálogos para imaginarse el camino por el que transitó la familia para llegar hasta ahí y lo que verdaderamente está en juego.
La película tiene varios elementos dramáticos, pero van develándose progresivamente, evitando la sensación de agobio que podría provocar este tipo de enfoque. En este sentido, aparte del conflicto principal constantemente presente, los acontecimientos cotidianos logran elaborar una construcción sólida de las características de los personajes y consiguen que el espectador empatice y, por momentos, se divierta con lo que sucede. El problema se presenta al mostrar las emociones de los personajes, ya que no se alcanza a profundizar en ellas, tornándose superficial a ratos en este aspecto. Esto lleva a que se vea un poco caricaturizada la figura de la abuela y que los sentimientos entre el matrimonio sólo se manifiesten en las partes en que discuten, mostrándose en las demás escenas su relación como en una especie de piloto automático. El intento de integración a la comunidad se anuncia como algo relevante, que termina por no tener ningún impacto, quedando como un antecedente más que hubiera sido interesante conocer.
En otras destacadas películas coreanas, el elemento metafórico también ha rodeado la trama, tal como se observa por medio de la piedra en “Parasite” (2019) y el palo de golf en “Bin-Jip” (2004). En el caso de “Minari”, Lee Isaac Chung incorpora un vegetal que, según entienden los mismos protagonistas, renace aún más fuerte después de morir, lo que deja entrever una luz de esperanza, pese al último acontecimiento que golpea a la familia. La planta también crece y se afirma en un lugar improbable, reflejo de la fortaleza de la acción de emigrar a una cultura absolutamente diferente, que en esta historia se transmite por el esfuerzo culminante para lograr el anhelado sueño americano que parece acercarse y alejarse en distintas ocasiones.
En definitiva, el mérito de “Minari” no se encuentra en la temática de fondo porque no es novedosa; se han hecho numerosas películas sobre inmigración que incluso muestran un camino mucho más sufrido. Lo que sí es posible destacar es la forma en que se exhibe la historia, dando un espacio a todos los personajes y mezclado una situación que puede parecer desesperanzadora con situaciones cómicas, dando un respiro a la trama, y la aparición de la abuela es clave para este fin, convirtiéndose poco a poco en un personaje que posiblemente será capaz de quedar en la mente de los espectadores. Estos elementos compensan el hecho de que las emociones no alcancen a tocar del todo a los personajes y pone el foco en el curso de la historia, que se acelera de forma muy efectiva en el desenlace, terminando en un excelente final.
Título Original: Minari
Director: Lee Isaac Chung
Duración: 115 minutos
Año: 2020
Reparto: Steven Yeun, Han Ye-ri, Youn Yuh-jung, Alan S. Kim, Noel Cho, Will Patton, Scott Haze, Eric Starkey, Esther Moon, Tina Parker, Darryl Cox
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