La primera impresión era de duda. ¿Qué tenían que ver los hermanos Coen con la historia de un cantautor folk? Porque, en rigor, es un punto de partida que se aleja bastante de cualquier cosa que hubieran hecho antes. Pero esa aparente disociación –que sembraba algo de temor- se esfuma rápidamente apenas han pasado pocos minutos de película. Ethan y Joel Coen imprimen plenamente muchas de la claves de su cine: humor, agudeza y absurdo, que confluyen en una gran cinta.
Estamos en el Nueva York de 1961 y seguimos a Llewyn Davis (Oscar Isaac), un cantautor que se pasea por bares y cafés realizando lo que mejor saber hacer: interpretar música folk. Pero el éxito le ha resultado esquivo; tanto así, que debe ingeniárselas para sobrevivir pidiendo dinero prestado y buscando alojo entre sus cercanos.
Los Coen nos trasladan a la escena folk, pero muy en su estilo. Con personajes extraños, diálogos que destilan un humor tragicómico y un protagonista que se mueve entre el patetismo y la compasión. Quizá no sea una representación plenamente fiel de esa época, pero es la versión de los Coen. De la misma manera que ya habían dado su visión de otros períodos como la ley seca (“Miller’s Crossing”, 1990) o la Gran Depresión vivida en el sur estadounidense (“O Brother, Where Art Thou?”, 2000).
Pero acá hay un elemento que hace rato no veíamos en su cine, quizás desde “The Man Who Wasn’t There” (2001): cierta calma, cierto reposo, que resulta placentero. En comparación al resto de su obra, es una película más contenida, lo que se traduce en que esta es una de esas ocasiones donde los Coen deciden ponerse más a la altura de sus personajes. Así se puede comprobar en el retrato que hace del protagonista, un pobre diablo que no tiene resuelta su vida a ningún nivel, pero que arriba del escenario logra la plenitud. Ese, su refugio, a la vez que también es su escapatoria, lo que a la postre es una salida que los Coen no le brindan usualmente a sus creaciones.
Este pequeño giro en la carrera de estos hermanos cineastas, también lleva a que las cumbres, el gran cine, lleguen en momentos insólitos para lo que es su obra: en las interpretaciones de populares canciones folk que realiza el propio elenco. Son emotivas, a ratos desgarradoras, y los directores retratan esos instantes como si fueran segundos únicos para la humanidad.
Los excesos de los Coen son sabrosos, pero hay que reconocer que no son para todo los gustos. Esta vez prescindieron de todo aquello que puede molestar para hacer su cinta más fresca y enternecedora en años. Una de esas películas que realizan de cuando en cuando, donde no aspiran a hacer una nueva “Fargo” (1996), pero consiguen convertir en una joya para atesorar.
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