Mathieu Amalric, actor y director francés de 49 años, rostro perturbador y baja estatura, no es de los talentos europeos más familiares para el circuito hollywoodense. No tanto porque haya decidido refugiarse en su país, sino porque ha seleccionado con pinzas sus apariciones en películas estadounidenses. Luego de que trabajar con Spielberg en “Munich” (2005) no marcara un gran cambio en su carrera, las puertas de la meca del cine se le abrieron de par en par tras protagonizar “Le Scaphandre Et Le Papillon” (2007), aplastante cinta de Julian Schnabel en que interpretaba al periodista francés Jean-Dominique Bauby, un hombre que tras sufrir una embolia cerebral queda consiente, pero sin poder comunicarse ni moverse por la parálisis casi total de sus músculos. La atención de los ejecutivos se posó encima de Amalric, debido a que la cinta, luego de un paso triunfal por Cannes, ganó dos Globos de Oro (incluidos mejor director y mejor película extranjera) y consiguió cuatro candidaturas a los Oscar. La recompensa desembarcó de inmediato: la posibilidad de ser la némesis de Daniel Craig en “Quantum Of Solace” (2008).
Que su estreno en los focos de Hollywood no fuese todo lo satisfactorio que se esperaba –su Dominc Greene al final se instaló como uno de los villanos más desaliñados que se recuerde de la saga Bond-, no lo perturbó. De hecho, continuó actuando en Hollywood –colaboró con Cronenberg en “Cosmopolis” (2012) y Wes Anderson en “The Grand Budapest Hotel” (2014), y entremedio se asoció con Polanski en “La Vénus À La Fourrure” (2013), la última película estrenada del director. Pero el galo siguió trabajando a su ritmo en su país, con especial energía como director: a la fecha registra cuatro películas, dos telefilmes y un puñado de cortos, y en esa faceta mal no le ha ido. En Cannes 2010 fue distinguido como mejor director por su tercera película, “Tournée”, la que por supuesto nunca vimos en salas nacionales. En la ocasión, además, ganó el FIPRESCI, el más relevante de los premios de la crítica dentro del certamen. Su cuarta cinta, que pasó por Una Cierta Mirada de Cannes 2014, “El Cuarto Azul”, que escribe y protagoniza, es la que arriba esta semana.
Un hombre y una mujer, Julien Gahyde (Mathieu Amalric) y Esther Despierre (Stéphanie Cléau), viven un ardiente romance en una habitación azul de un hotel, justamente colindante con la farmacia que ella tiene junto con su marido Nicolas (Olivier Mauvezin). Julien, por su parte, vive junto con su esposa Delphine (Léa Drucker) y la hija de ambos en las afuera de la ciudad. Por meses, los amantes funcionan de la misma manera: cuando Esther cuelga una toalla en el balcón, es señal de que él puede entrar. Todo marcha sin mayores alteraciones, hasta que desde el presente se muestra a Julien siendo investigado por la policía y los tribunales; la incógnita es de qué se le acusa.
A medio camino entre el drama pasional y el drama judicial, “El Cuarto Azul” no vacila en su búsqueda de conjugar ambos géneros. Recurriendo con habilidad a los saltos temporales y una admirable dirección de Amalric, se aposta como un armónico ejercicio de fusión de tonos y cadencias, muy lejos del esquema rústico que sugiere su premisa. En efecto, si hay algo por lo que esta película no se olvida con facilidad, es por su firmeza al momento de definir qué contar y cómo abordarlo. El misterio principal, queda claro bien pronto, es secundario. Aunque adquiere rasgos de puzle, su entrega de pistas es apresurada y no cuida esconder el enigma, así, el panorama se despeja prontamente: el foco es bucear en atmósferas y personajes; explorar culpas, sombras, recuerdos; transmitir sensaciones, exponer lo que sus personajes viven en carne, cuando la erótica irrumpe y también cuando el acoso de la ley se erige.
Más nebuloso, sin embargo, es determinar cuánto ofrece el conjunto y qué fines persigue con esa decisión. Haciendo a un lado el poder de sus bellas imágenes, el filme no puede esconder que en ideas se queda corta y que las alturas a las que aspira son bastante limitadas. Prisionera de sus cortas ambiciones, en un momento se detiene en un extenso procedimiento judicial donde la cámara no se posa en los protagonistas, sino en quienes llevan el proceso. Eso quita fuerza a una película que lanza sus apuestas en pocos casilleros. Nada quita, no obstante, que como cinta contada desde un interrogatorio hacia un pasado brumoso, hacia recuerdos, retazos, fragmentos, que no sabemos muy bien que tan verdaderos son, se desplaza mejor que, por ejemplo, “El Bosque de Karadima”.
En definitiva, acogiéndola como una cinta de ambiciones muy medidas, hay que asumir que se mueve con destreza en esos estrechos límites. Funciona como un pequeño cuento de contornos terribles. Operático, trágico, sórdido, parco, “El Cuarto Azul” se aprecia mejor como una demostración o exhibición de las notables aptitudes de un director muy interesante, que como una película que indague con agudeza en las culpas. Amalric apuesta con entusiasmo por el detalle y el corte rápido; no hay plano que sobre ni encuadre que desentone. Con su mano diestra configura una película pulcrísima en su puesta en escena, pero que cojea en la consistencia y frescura de sus ideas.
El cine nacional avanza y cada vez más, ya que está siendo más recurrente ver películas chilenas en las grandes de ligas de este rubro. Tras su victoria con “La Once” en 2016, la directora Maite Alberdi vuelve a estar nominada a los Premios Goya, que se realizarán el próximo 5 de marzo en su versión número 35 en España, teniendo un lugar en la categoría Mejor Película Iberoamericana, por su nueva entrega “El Agente Topo”.
El año 2020 fue un periodo glorioso para Alberdi y su reciente documental, ya que desde su estreno en Sundance ha sumado elogios. Entre los hitos sucedidos, podemos destacar la nominación de la realización en los Premios Ariel, en México, además del hecho que será la película que representará a nuestro país en la carrera por los Oscar, luego de ser seleccionada por la Academia de Cine de Chile.